czwartek, 2 grudnia 2021

Capítulo 2. Relatos fantásticos. La pata de mono del escritor William W. Jacobs

 WILLIAM WYMARK JACOBS (1863-1943) era un humilde empleado de banca cuando, estimulado por el éxito obtenido con la publicación de sus relatos en diversas revistas, se dedicó por entero a la literatura.

 Llegó a publicar cerca de veinte libros, entre los que se cuentan novelas, obras de teatro y, sobre todo, varias compilaciones de cuentos.

 

La mayoría de los personajes protagonistas de Jacobs son marineros, estibadores, vigilantes cuyas tribulaciones profesionales les perturban tanto como los conflictos hogareños. Buena parte de las obras de Jacobs giran en torno a problemas económicos y conyugales, aunque frecuentemente alude a los peligros que se derivan del galanteo frívolo. Esposas de lengua viperina, deshonestos patronos, recaderos descarados, viudas coquetas, oficinistas explotados... completan la galería de personajes secundarios de sus numerosos relatos. Jacobs no fue, desde luego, un narrador de largo alcance: su tono costumbrista, su estilo directo y sin concesiones, y su temática monocorde se salvan a veces por sus diálogos animados y divertidos y por finales absolutamente inesperados.

 

Con todo, Jacobs pasará a la historia de la literatura por el cuento «La pata de mono» (1902), "con toda seguridad, una de las obras maestras del relato de terror", en palabras de uno de sus comentaristas. Con una estructura de clara raigambre folclórica (la regla del tres), la sabia combinación de un ambiente realista, hogareño, y la irrupción de un personaje exótico que trae un misterioso objeto mágico, crean un relato que, un cierto trasfondo moral, cautiva y horroriza al lector desde la primera a la última sílaba.

                     

 

 

 

 

 

I

 

La noche era fría y húmeda, por lo que, en la pequeña sala de estar de la finca Laburnum, los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas personales sobre este juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros, que provocaba los comentarios de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

 

—Escuchad el viento -dijo el señor White.

Había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

—Ya lo oigo -dijo este moviendo implacablemente la reina—. Jaque.

—No creo que venga esta noche—dijo el padre, con la mano apoyada sobre el tablero.

—Mate — contestó el hijo.

—Esto es lo malo de vivir tan lejos—vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia—. Este barrio es el peor de todos. El camino está hecho un cenagal. No sé en qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

—No te preocupes, cariño —dijo tiernamente su mujer—; la próxima vez ganarás.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Prefirió no responder y disimuló un gesto de fastidio.

—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; lo oyeron lamentarse ante el recién llegado; a continuación, entraron.

El forastero era un hombre fornido y rubicundo de ojos saltones.

—El sargento mayor Morris—dijo el señor White, presentándolo.

El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con complacencia que el anfitrión traía whisky y unos vasos, y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia observaba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

—Han pasado ya veintiún años— dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se fue apenas era un muchacho. Miradlo ahora.

—No parece haberle sentado tan mal—dijo la señora White amablemente.

—A mí también me gustaría ir a la India—dijo el señor

White—; aunque sólo de visita.

—Es mejor quedarse aquí— replicó el sargento, negando con la cabeza.

Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

—Me gustaría conocer esos viejos templos, a los faquires y a los malabaristas—dijo el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que empezó a contarme días atrás de una pata

de mono o algo por el estilo?

—Nada—contestó el soldado apresuradamente—. Nada

que valga la pena oír.

—¿Una pata de mono?—preguntó la señora White.

—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez—dijo con desgana el sargento.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el visitante se llevó la copa vacía a los labios y volvió a dejarla sobre la mesa. El anfitrión la llenó de nuevo.

—A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular—dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

 

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo cogió la pata de mono y la examinó atentamente.

—¿Y qué tiene de extraordinario?—preguntó el señor White, quitándosela a su hijo para mirarla.

—Un viejo faquir le confirió poderes mágicos -dijo el sargento mayor. Un hombre muy santo.. Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que

nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Lo dijo con tal seriedad que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

—Y ¿por qué no pide usted las tres cosas?—preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con indulgencia.

—Ya lo he hecho—dijo, y su rostro curtido palideció.

—¿Y de verdad se cumplieron los tres deseos?—preguntó la señora White.

Se cumplieron -dijo el sargento.

—¿Y nadie más pidió tres deseos?—insistió la señora.

—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que todos quedaron en silencio.

—Si ya consiguió sus tres deseos, Morris, el talismán no le sirve para nada -dijo por fin el señor White—. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza.

 

—Alguna vez me ha pasado por la cabeza la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

—Y si a usted le concediera tres deseos más—dijo el señor White—, ¿los pediría?

—No sé—contestó el otro—. No sé.

Entonces cogió la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la arrojó al fuego. White la recogió.

—Es mejor que se queme—dijo con solemnidad el sargento.

—Si usted no la quiere, Morris, démela.

—No la quiero respondió terminantemente—por eso la he tirado al fuego; si la guarda, no me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable y tírela.

El otro negó con la cabeza y examinó su nueva adquisición.

—¿Cómo se hace?—preguntó.

—Hay que sostenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

—Parece un cuento de Las mil y una noches—dijo la señora White, levantándose a preparar la mesa— ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

—Si está resuelto a pedir algo—dijo agarrando el brazo de White—, pida algo razonable.

El señor White se guardó en el bolsillo la pata de mono e invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida se olvidaron en parte del talismán, y escucharon cautiva-

dos nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

—Si lo que nos ha contado de la pata de mono es tan cierto como lo que acaba de relatar—dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó apresuradamente para alcanzar el último tren—, no conseguiremos gran cosa.

 

—¿Le has dado algo? preguntó la señora, mirando atentamente a su marido.

—Una bagatela—contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

—No se me ocurre nada que pedirle—dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

—Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

—Quiero-doscientas-libras—exclamó el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

—Se ha movido—dijo mirando con desagrado el objeto y dejándolo caer—. Se ha retorcido en mi mano, como una víbora.

—Pero yo no veo el dinero—observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría a que nunca lo veré.

—Habrá sido tu imaginación, cariño—dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

El señor White sacudió la cabeza.

—No importa. No ha sido nada. Pero me ha dado un

buen susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó al oír golpear una puerta en la primera planta. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

—A lo mejor encuentras el dinero en una gran bolsa en

medio de la cama—dijo Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando vayas a guardar esa posesión ilegítimamente adquirida.

 

Una vez solo, el señor White se sentó en la oscuridad, miró las brasas y vio rostros en ellas. Uno de ellos era tan simiesco, tan horrible, que lo miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, se limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

 

II

 

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno confortado por la calidez del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud

que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono, arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía tan terrible.

—Todos los militares viejos son iguales dijo la señora White—. ¡No sé cómo se nos ocurrió prestar oídos a esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Además, si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

—Pueden caer de arriba y lastimarle la cabeza—dijo Herbert.

—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias—dijo el padre.

 

—Bueno, más vale que no encuentres el dinero antes de que regrese—dijo Herbert levantándose de la mesa—, no sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad de su marido. Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta, y ella corrió a abrirla y comprobó que sólo traía la cuenta del sastre, se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

—Me parece que Herbert va a tener tema para sus bromas -dijo al sentarse.

—Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

—Habrá sido en tu imaginación—dijo la señora suavemente.

—Te aseguro que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una chistera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces ante el portón; por fin se decidió a llamar. La señora White se quitó el delantal a toda prisa y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Este parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo

del marido. La señora aguardó cortésmente a que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

—Vengo de parte de Maw y Meggins—dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

—Cariño, ten paciencia. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

—Lo siento... —empezó el otro.

—¿Está herido?—preguntó, la madre, fuera de sí.

El hombre asintió.

—Mal herido—dijo pausadamente—. Pero no sufre.

—Gracias a Dios—dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en el rostro revelador del hombre. Contuvo la respiración, miró a su marido, que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

—Lo han atrapado las máquinas —dijo en voz baja el visitante.

—Lo han atrapado las máquinas—repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer y la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

—Era el único hijo que nos quedaba—le dijo al visitante—. Es muy duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

—La compañía me ha encargado que les exprese sus condolencias por esta gran pérdida—dijo, sin darse la vuelta—. Les ruego que comprendan que soy tan sólo un

empleado y que me limito a obedecer órdenes.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

 

 

—Se me ha encargado que les comunique que Maw y Meggins declinan cualquier responsabilidad en el accidente—prosiguió el otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten cierta suma de dinero.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra:

—¿Cuánto?

—Doscientas libras—fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

 

III

 

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura al hijo muerto y volvieron a casa en silencio y transidos de dolor.

Todo pasó tan rápido que no lo acababan de entender, así que quedaron como a la espera de alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días fueron pasando y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; los días se les hacían interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente por la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras; oyó, cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

—Vuelve a acostarte—dijo tiernamente—. Vas a coger frío.

—Mi hijo tiene más frío—dijo la señora White, y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia y él tenía los ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

—¡La pata de mono!—gritaba desatinadamente-. ¡La pata de mono!

El señor White se incorporó alarmado.

—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

—La quiero—contestó, acercándose a él—. ¿No la has destruido?

—Está en la sala, sobre la repisa de la chimenea—contestó asombrado. ¿Para qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo y le dijo histéricamente:

—Sólo ahora he caído en la cuenta de que... ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? ¿Por qué no se te ha ocurrido a ti?

—¿Ocurrírseme qué?—preguntó.

—¡Los otros dos deseos!—respondió en seguida—. Sólo hemos pedido uno.

—¿No has tenido ya bastante?

—¡No!—gritó ella triunfalmente. Le pediremos otro más. Ve a por ella en seguida y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

—Dios mío, estás loca.

—Ve a por ella y pídele ese deseo—balbuceó—¡hijo mío, hijo mío!

El hombre encendió la vela.

—Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

—Fue una coincidencia.

—¡Ve a por ella y formula el deseo!—gritó con exaltación la mujer.

El marido se dio la vuelta y la miró.

—Hace diez días que está muerto, y, además, hay algo que no te he dicho: sólo pude reconocerlo por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...

 

—¡Dámela!—exclamó la mujer, arrastrándolo hacia la

Puerta—. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa de la chimenea. El talismán estaba donde lo había dejado. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos antes de que él pudiera escaparse del salón. Parecía desorientado. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán,

con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, le pareció que la cara de su mujer se había transformado. Estaba ansiosa y pálida y tenía algo de sobrenatural. Le tuvo miedo.

—¡Pide el deseo!—gritó con violencia.

—Es absurdo y perverso—balbuceó.

—¡Pídelo!-repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

—Deseo que mi hijo recupere la vida.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de la silla hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer, que estaba en la ventana. La vela se estaba consumiendo, y, antes de apagarse del todo, fue proyectando en las paredes y en el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y sin decir palabra, se acostó a su lado.

Permanecieron en silencio, escuchando el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White se armó de valor, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente, resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Se le cayeron los fósforos. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

—¿Qué es es eso?—gritó la mujer.

—Una rata—dijo el hombre, una rata. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

—Es Herbert! ¡Es Herbert!

La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

—¿Qué vas a hacer?—le dijo entrecortadamente.

—¡Es mi hijo! ¡Es Herbert!—gritó la mujer, pugnando por librarse del abrazo de su marido—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. ¡Suéltame!, tengo que abrir la puerta.

—Por amor de Dios, no lo dejes entrar—dijo el hombre, temblando.

—¿Tienes miedo de tu propio hijo?—gritó—. Suéltame. ¡Ya voy, Herbert, ya voy!

Hubo dos golpes más. La mujer logró soltarse y salió del cuarto. El hombre la siguió y la llamó mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de la puerta; oyó des

correr el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

—La tranca—dijo—. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el suelo, en busca de la pata de mono.

—Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido dela tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto, aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.