czwartek, 2 grudnia 2021

Capítulo 2. Relatos fantásticos. La pata de mono del escritor William W. Jacobs

 WILLIAM WYMARK JACOBS (1863-1943) era un humilde empleado de banca cuando, estimulado por el éxito obtenido con la publicación de sus relatos en diversas revistas, se dedicó por entero a la literatura.

 Llegó a publicar cerca de veinte libros, entre los que se cuentan novelas, obras de teatro y, sobre todo, varias compilaciones de cuentos.

 

La mayoría de los personajes protagonistas de Jacobs son marineros, estibadores, vigilantes cuyas tribulaciones profesionales les perturban tanto como los conflictos hogareños. Buena parte de las obras de Jacobs giran en torno a problemas económicos y conyugales, aunque frecuentemente alude a los peligros que se derivan del galanteo frívolo. Esposas de lengua viperina, deshonestos patronos, recaderos descarados, viudas coquetas, oficinistas explotados... completan la galería de personajes secundarios de sus numerosos relatos. Jacobs no fue, desde luego, un narrador de largo alcance: su tono costumbrista, su estilo directo y sin concesiones, y su temática monocorde se salvan a veces por sus diálogos animados y divertidos y por finales absolutamente inesperados.

 

Con todo, Jacobs pasará a la historia de la literatura por el cuento «La pata de mono» (1902), "con toda seguridad, una de las obras maestras del relato de terror", en palabras de uno de sus comentaristas. Con una estructura de clara raigambre folclórica (la regla del tres), la sabia combinación de un ambiente realista, hogareño, y la irrupción de un personaje exótico que trae un misterioso objeto mágico, crean un relato que, un cierto trasfondo moral, cautiva y horroriza al lector desde la primera a la última sílaba.

                     

 

 

 

 

 

I

 

La noche era fría y húmeda, por lo que, en la pequeña sala de estar de la finca Laburnum, los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas personales sobre este juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros, que provocaba los comentarios de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

 

—Escuchad el viento -dijo el señor White.

Había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

—Ya lo oigo -dijo este moviendo implacablemente la reina—. Jaque.

—No creo que venga esta noche—dijo el padre, con la mano apoyada sobre el tablero.

—Mate — contestó el hijo.

—Esto es lo malo de vivir tan lejos—vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia—. Este barrio es el peor de todos. El camino está hecho un cenagal. No sé en qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

—No te preocupes, cariño —dijo tiernamente su mujer—; la próxima vez ganarás.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Prefirió no responder y disimuló un gesto de fastidio.

—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; lo oyeron lamentarse ante el recién llegado; a continuación, entraron.

El forastero era un hombre fornido y rubicundo de ojos saltones.

—El sargento mayor Morris—dijo el señor White, presentándolo.

El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con complacencia que el anfitrión traía whisky y unos vasos, y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia observaba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

—Han pasado ya veintiún años— dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se fue apenas era un muchacho. Miradlo ahora.

—No parece haberle sentado tan mal—dijo la señora White amablemente.

—A mí también me gustaría ir a la India—dijo el señor

White—; aunque sólo de visita.

—Es mejor quedarse aquí— replicó el sargento, negando con la cabeza.

Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

—Me gustaría conocer esos viejos templos, a los faquires y a los malabaristas—dijo el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que empezó a contarme días atrás de una pata

de mono o algo por el estilo?

—Nada—contestó el soldado apresuradamente—. Nada

que valga la pena oír.

—¿Una pata de mono?—preguntó la señora White.

—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez—dijo con desgana el sargento.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el visitante se llevó la copa vacía a los labios y volvió a dejarla sobre la mesa. El anfitrión la llenó de nuevo.

—A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular—dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

 

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo cogió la pata de mono y la examinó atentamente.

—¿Y qué tiene de extraordinario?—preguntó el señor White, quitándosela a su hijo para mirarla.

—Un viejo faquir le confirió poderes mágicos -dijo el sargento mayor. Un hombre muy santo.. Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que

nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Lo dijo con tal seriedad que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

—Y ¿por qué no pide usted las tres cosas?—preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con indulgencia.

—Ya lo he hecho—dijo, y su rostro curtido palideció.

—¿Y de verdad se cumplieron los tres deseos?—preguntó la señora White.

Se cumplieron -dijo el sargento.

—¿Y nadie más pidió tres deseos?—insistió la señora.

—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que todos quedaron en silencio.

—Si ya consiguió sus tres deseos, Morris, el talismán no le sirve para nada -dijo por fin el señor White—. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza.

 

—Alguna vez me ha pasado por la cabeza la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

—Y si a usted le concediera tres deseos más—dijo el señor White—, ¿los pediría?

—No sé—contestó el otro—. No sé.

Entonces cogió la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la arrojó al fuego. White la recogió.

—Es mejor que se queme—dijo con solemnidad el sargento.

—Si usted no la quiere, Morris, démela.

—No la quiero respondió terminantemente—por eso la he tirado al fuego; si la guarda, no me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable y tírela.

El otro negó con la cabeza y examinó su nueva adquisición.

—¿Cómo se hace?—preguntó.

—Hay que sostenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

—Parece un cuento de Las mil y una noches—dijo la señora White, levantándose a preparar la mesa— ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

—Si está resuelto a pedir algo—dijo agarrando el brazo de White—, pida algo razonable.

El señor White se guardó en el bolsillo la pata de mono e invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida se olvidaron en parte del talismán, y escucharon cautiva-

dos nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

—Si lo que nos ha contado de la pata de mono es tan cierto como lo que acaba de relatar—dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó apresuradamente para alcanzar el último tren—, no conseguiremos gran cosa.

 

—¿Le has dado algo? preguntó la señora, mirando atentamente a su marido.

—Una bagatela—contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

—No se me ocurre nada que pedirle—dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

—Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

—Quiero-doscientas-libras—exclamó el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

—Se ha movido—dijo mirando con desagrado el objeto y dejándolo caer—. Se ha retorcido en mi mano, como una víbora.

—Pero yo no veo el dinero—observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría a que nunca lo veré.

—Habrá sido tu imaginación, cariño—dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

El señor White sacudió la cabeza.

—No importa. No ha sido nada. Pero me ha dado un

buen susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó al oír golpear una puerta en la primera planta. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

—A lo mejor encuentras el dinero en una gran bolsa en

medio de la cama—dijo Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando vayas a guardar esa posesión ilegítimamente adquirida.

 

Una vez solo, el señor White se sentó en la oscuridad, miró las brasas y vio rostros en ellas. Uno de ellos era tan simiesco, tan horrible, que lo miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, se limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

 

II

 

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno confortado por la calidez del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud

que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono, arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía tan terrible.

—Todos los militares viejos son iguales dijo la señora White—. ¡No sé cómo se nos ocurrió prestar oídos a esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Además, si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

—Pueden caer de arriba y lastimarle la cabeza—dijo Herbert.

—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias—dijo el padre.

 

—Bueno, más vale que no encuentres el dinero antes de que regrese—dijo Herbert levantándose de la mesa—, no sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad de su marido. Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta, y ella corrió a abrirla y comprobó que sólo traía la cuenta del sastre, se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

—Me parece que Herbert va a tener tema para sus bromas -dijo al sentarse.

—Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

—Habrá sido en tu imaginación—dijo la señora suavemente.

—Te aseguro que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una chistera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces ante el portón; por fin se decidió a llamar. La señora White se quitó el delantal a toda prisa y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Este parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo

del marido. La señora aguardó cortésmente a que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

—Vengo de parte de Maw y Meggins—dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

—Cariño, ten paciencia. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

—Lo siento... —empezó el otro.

—¿Está herido?—preguntó, la madre, fuera de sí.

El hombre asintió.

—Mal herido—dijo pausadamente—. Pero no sufre.

—Gracias a Dios—dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en el rostro revelador del hombre. Contuvo la respiración, miró a su marido, que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

—Lo han atrapado las máquinas —dijo en voz baja el visitante.

—Lo han atrapado las máquinas—repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer y la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

—Era el único hijo que nos quedaba—le dijo al visitante—. Es muy duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

—La compañía me ha encargado que les exprese sus condolencias por esta gran pérdida—dijo, sin darse la vuelta—. Les ruego que comprendan que soy tan sólo un

empleado y que me limito a obedecer órdenes.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

 

 

—Se me ha encargado que les comunique que Maw y Meggins declinan cualquier responsabilidad en el accidente—prosiguió el otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten cierta suma de dinero.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra:

—¿Cuánto?

—Doscientas libras—fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

 

III

 

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura al hijo muerto y volvieron a casa en silencio y transidos de dolor.

Todo pasó tan rápido que no lo acababan de entender, así que quedaron como a la espera de alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días fueron pasando y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; los días se les hacían interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente por la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras; oyó, cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

—Vuelve a acostarte—dijo tiernamente—. Vas a coger frío.

—Mi hijo tiene más frío—dijo la señora White, y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia y él tenía los ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

—¡La pata de mono!—gritaba desatinadamente-. ¡La pata de mono!

El señor White se incorporó alarmado.

—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

—La quiero—contestó, acercándose a él—. ¿No la has destruido?

—Está en la sala, sobre la repisa de la chimenea—contestó asombrado. ¿Para qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo y le dijo histéricamente:

—Sólo ahora he caído en la cuenta de que... ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? ¿Por qué no se te ha ocurrido a ti?

—¿Ocurrírseme qué?—preguntó.

—¡Los otros dos deseos!—respondió en seguida—. Sólo hemos pedido uno.

—¿No has tenido ya bastante?

—¡No!—gritó ella triunfalmente. Le pediremos otro más. Ve a por ella en seguida y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

—Dios mío, estás loca.

—Ve a por ella y pídele ese deseo—balbuceó—¡hijo mío, hijo mío!

El hombre encendió la vela.

—Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

—Fue una coincidencia.

—¡Ve a por ella y formula el deseo!—gritó con exaltación la mujer.

El marido se dio la vuelta y la miró.

—Hace diez días que está muerto, y, además, hay algo que no te he dicho: sólo pude reconocerlo por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...

 

—¡Dámela!—exclamó la mujer, arrastrándolo hacia la

Puerta—. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa de la chimenea. El talismán estaba donde lo había dejado. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos antes de que él pudiera escaparse del salón. Parecía desorientado. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán,

con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, le pareció que la cara de su mujer se había transformado. Estaba ansiosa y pálida y tenía algo de sobrenatural. Le tuvo miedo.

—¡Pide el deseo!—gritó con violencia.

—Es absurdo y perverso—balbuceó.

—¡Pídelo!-repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

—Deseo que mi hijo recupere la vida.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de la silla hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer, que estaba en la ventana. La vela se estaba consumiendo, y, antes de apagarse del todo, fue proyectando en las paredes y en el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y sin decir palabra, se acostó a su lado.

Permanecieron en silencio, escuchando el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White se armó de valor, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente, resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Se le cayeron los fósforos. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

—¿Qué es es eso?—gritó la mujer.

—Una rata—dijo el hombre, una rata. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

—Es Herbert! ¡Es Herbert!

La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

—¿Qué vas a hacer?—le dijo entrecortadamente.

—¡Es mi hijo! ¡Es Herbert!—gritó la mujer, pugnando por librarse del abrazo de su marido—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. ¡Suéltame!, tengo que abrir la puerta.

—Por amor de Dios, no lo dejes entrar—dijo el hombre, temblando.

—¿Tienes miedo de tu propio hijo?—gritó—. Suéltame. ¡Ya voy, Herbert, ya voy!

Hubo dos golpes más. La mujer logró soltarse y salió del cuarto. El hombre la siguió y la llamó mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de la puerta; oyó des

correr el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

—La tranca—dijo—. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el suelo, en busca de la pata de mono.

—Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido dela tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto, aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

wtorek, 23 listopada 2021

Relatos fantásticos: El corazón delator.



El tema de nuestro podcast será: Relatos fantásticos. El corazón  delator del escritor  Edgar Allan Poe.

La vida de EDGAR ALLAN POE (1809-1849) fue una dramática lucha contra el infortunio y contra sus propios demonios interiores. La dependencia del alcohol y de las drogas no le ayudó a paliar su infelicidad y a aliviar los tormentos de su espíritu, aunque si consiguió degradar su salud física, sin que por ello mermaran sus extraordinarias facultades intelectuales e imaginativas. En una de sus frecuentes crisis, borracho y enfermo, fue recogido en una taberna de Baltimore y trasladado a un hospital, donde moriría poco después sin recuperar la lucidez.

 

Dotado de una imaginación tan desbordante como atormentada, su genio creador y el perfecto dominio del lenguaje hicieron que de su pluma salieran relatos policiales magistrales y algunas de las más logradas narraciones de terror de todos los tiempos, hasta el punto de que, tanto en un género como en otro, su obra marca un hito en la historia de la literatura universal.

 

Los mejores y más conocidos cuentos del género fantástico lo recogió en el volumen titulado Cuentos de lo grotesco y lo arabesco (1840), de los que cabe destacar por su perfección y atmósfera inquietante «El hundimiento de la casa Usher»,

«El barril del amontillado». Como poeta, además, ejerció una decisiva influencia en la renovación de la lírica moderna, con memorables composiciones como «El cuervo» o «Ulalume».

 

«El corazón delator» (1943) es una pequeña obra maestra en donde pueden apreciarse algunas de sus principales virtudes como narrador: la economía de medios expresivos y la extraordinaria capacidad para crear una atmósfera obsesiva, inquietante, que se resuelve magistralmente en un genial golpe de efecto en las últimas líneas.

 


Traducción del relato del escritor y traductor argentino, Julio Cortázar.



¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno.

¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. Me es imposible decir cómo me entró aquella idea en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó

noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

 

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio..., ¡si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad pro-

cedí! Con qué cuidado.., con qué previsión..., con qué disimulo me puse a la obra.! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba

una linterna sorda', cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente..., muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... (oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de

buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches..., cada noche, a las doce..., pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la

noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarle mientras dormía.

 

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano.

Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes

pensarán que me eché atrás..., pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente...

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: 

 

-¿Quién está ahí?

 

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo,  y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando. Al igual que yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared la carcoma que anuncia la muerte.

 

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: «No es más que el viento en la chimenea..., o un ratón que corre por el suelo», o «un grillo que chirrió una sola vez». Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que le movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice —no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado—, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de una araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par…, y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posi-

ble el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se iba haciendo, por momentos, cada vez más rápido, cada vez más y más intenso. ¡El

espanto del viejo tenía que ser terrible! ¡Y el sonido no cesaba de aumentar y aumentar! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y a aquella hora de la noche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, aquel resonar tan extraño me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez..., nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarle al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Si, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por un loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba,

mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.

 

Levanté luego tres tablas del entarimado de la habitación y escondí los restos del cuerpo en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo hu-

mano -ni siquiera el suyo-- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar..., ninguna mancha.., ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso: lo había hecho todo en una tina, ¡ja, ja!

 

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En el momento en que se oyeron las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy cortésmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la

posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

 

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se

había ausentado al campo. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que lo revisaran todo bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias, traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

 

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba particularmente tranquilo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mien-

tras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido

en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero no cesaba y se iba haciendo cada vez más definida... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y qué podía hacer yo?

Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías parecían no oír nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia..., maldije.., juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso,

pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto.. más alto... más alto! Y, mientras tanto, los hombres continuaban charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro

que oían y que sospechaban! ¡Lo sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir! Y entonces... ¡otra vez....! ¡Escuchen...! ¡¡Más fuerte..., más fuerte..., más fuerte..., mas fuerte!!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que yo lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí, ahí, donde está latiendo su horrible corazón!


 

 

niedziela, 14 listopada 2021

 La tecnología del futuro.

Introducción a la cibernética. Capítulo 1. Nivel A2/B1.



El tema de nuestro podcast será: La tecnología del futuro. Introducción a la cibernética.

En el siguiente texto, escucharás palabras tal vez nuevas para ti, escúchalas y memorízalas:


Evolución, se deriva, complejo, informativa, empírico, desarrollo, alcanzar, prefijado, aparición, análisis, resolver, elevar, labor, rama, influye, favorablemente, dispositivo, atomatización,elaboración, esfera, realidad, vigilante, termodinámica, solución, reflejo,   

rumbo, autodirigido, imitar, capaces, aulladora, retroacción, paloma, arrastrarse, señalizador, nicho, golpe, fisiológico, autorregido, circulación, confusión.


 

La evolución de la tecnología que conocemos hasta ahora, ha sido desarrollada gracias a la cibernética. La cibernética (del griego Χμβερτητιχή (πέχνη), arte de dirigir que se deriva de χμβερτξα, timoneo, dirijo) es la ciencia que se ocupa de los procesos de dirección en los sistemas dinámicos complejos y que tiene por fundamento teórico las matemáticas y la lógica, así como el empleo de la automática, especialmente de calculadoras electrónicas y de máquinas de control y lógico-informativas. Esta ciencia ha recurrido desde muy antiguo al empleo empírico de métodos elementales que han tenido la necesidad de dirigir cualquier proceso de complejo desarrollo, con el objeto de alcanzar un objetivo determinado en el tiempo prefijado. A partir de la década de los años 40 del siglo pasado comenzó a dejarse sentir con mayor agudeza la necesidad de perfeccionar la dirección. Ello dio lugar a la aparición de la cibernética, la cual ha cubierto el camino al empleo del análisis científico exacto para resolver los problemas relacionados con la utilización más conveniente de los medios técnicos actuales en la tarea de elevar la calidad de la labor de dirección. La cibernética se basa en los éxitos de toda una serie de ramas de la ciencia y la técnica modernas, y, a su vez, influye favorablemente en su desarrollo.

Por un lado, su aparición se halla estrechamente ligada a los trabajos que se llevan a cabo para crear complicados dispositivos de automatización, y, por otro, al desarrollo de las ciencias que estudian los procesos de dirección y elaboración de la información en esferas concretas de la realidad. En la preparación y desarrollo de la cibernética han participado numerosas ramas del saber: la teoría de la regulación automática y de los sistemas vigilantes; la termodinámica; la información; la teoría de los juegos y de las soluciones óptimas ; la lógica matemática; la economía matemática, etc., así como el complejo de ciencias biológicas que estudian los procesos de control de la naturaleza viviente (la teoría de los reflejos, la genética, etc.). En la cibernética ha jugado un papel decisivo el desarrollo de la automática electrónica y la aparición de calculadoras electrónicas rápidas, que han descubierto nuevas posibilidades a la colaboración de la información y a la modelación de los diferentes sistemas de dirección.

 

Las ideas fundamentales de la cibernética como disciplina especial, que constituye la síntesis de toda una serie de rumbos del pensamiento científico y técnico, las formuló en 1948 Norbert  Wiener, en su obra Cybernetics or Control and Communication in the animal and the machine. (Cibernética o Control y Comunicación en el animal y la máquina).

Norbert Wiener propuso emplear el vocablo “cibernética” para denominar la rama de la ciencia encargada de efectuar la dirección y la comunicación en los organismos vivos y en las máquinas. Su primer libro de cibernética, fue publicado en 1948, estaba dedicado a exponer los fundamentos generales de la ciencia sobre los mecanismos y sistemas autodirigidos, independientemente de que debieran su creación a la naturaleza o al individuo.

La historia del desenvolvimiento de la cibernética conviene considerarla bajo dos aspectos: como historia multisecular de desarrollo de los mecanismos y sistemas de dirección en la fisiología y la técnica y como historia de setenta y tres años de cibernética, en la forma en que aparece en los trabajos de Norbert Wiener y sus más próximos discípulos, colaboradores y seguidores.

El período comprendido entre los tiempos antiguos y el siglo XVII hay que considerarlo como la prehistoria de los sistemas autodirigidos. Este periodo se caracteriza por la creación de mecanismos automáticos, que imitaban las propiedades externas de los animales y las personas (movimientos, gestos, sonidos). La verdadera historia comienza a partir del siglo XVII, que se caracteriza en fisiología por el descubrimiento de William Harvey y en la técnica por la creación de mecanismos capaces de reproducir las facultades mentales del hombre (Pascal, Leibniz) y por la de otros dotados de retroacción (Huygens). 

 

La historia de la técnica nos dice que ya en el siglo IV (a. n. e.) se realizaron intentos de construir sistemas automáticos que reprodujesen los movimientos de los seres vivos. Arquitas de Tarento (siglos V-IV), por ejemplo, construyó una paloma voladora; Demetrio de Faleria (siglos IV-III), un caracol que se arrastraba. Uno de los discípulos de Platón montó un señalizador automático, con ayuda del cual llamaba a sus discípulos a las clases, que tenían lugar en la Academia (siglo IV a. n. e.). La historia recuerda el androide de Ptolomeo Filadelfo, mecanismo que imitaba los movimientos humanos (siglo III a. n. e.) y los actores automáticos que representaban en el teatro de Herón de Alejandría una obra en 5 actos y 8 cuadros sobre el regreso a la patria de los héroes de la guerra de Troya (siglo I  a. n. e.).

 

En la Edad Media, la tendencia a reproducir los movimientos de los organismos vivos, con ayuda de procedimientos técnicos, continúa desarrollándose. Merecen ser señalados los siguientes hechos: el reloj de Gaaz (siglo V de n. e.), que poseía un juego de figuras, las cuales, cada hora, salían de sus nichos y daban el correspondiente número de golpes, según una señal de la figura central; las figuras aulladoras de grifos y leones, y también los pájaros cantores, a los lados del trono de oro del emperador bizantino Teófilo, obra del mecánico León el Filósofo; el autómata de R. Bacon y Alberto Magno (siglo XII), los cuales dedicaron cerca de treinta años a la construcción de un mecanismo en forma de figura humana, que en respuesta a las llamadas a la puerta, la abría y saludaba al recién llegado con una inclinación de cabeza.

Durante el Renacimiento aumentó el interés por la creación de autómatas que imitasen los movimientos de los animales y del hombre. Así, Johannes Müller von Königsberg (Regiomontano) (1436-1476) conocido astrónomo, matemático y constructor alemán, creó una serie de autómatas, entre los cuales figuraba una mosca que corría alrededor de la mesa y un águila que fue colocada en las puertas de Núremberg, para desde allí saludar, agitando las alas y moviendo la cabeza, al emperador Maximiliano, cuando este hiciera su entrada en la ciudad.

 

Leonardo da Vinci (1452-1519) construyó un mecanismo automático en forma de león, que en Milán, durante la ceremonia de recepción de Luis XII, se movía él solo por el salón del trono. Después de detenerse a los pies del rey, el león automático descubría con sus patas el pecho, del cual comenzaban a desprenderse flores de lis blancas, emblema de los monarcas de Francia.

 

Juanelo Turriano, conocido matemático y mecánico del siglo XVI, preparó para Carlos V numerosos juguetes automáticos, entre los que figuraban soldados armados marchando, tocando el tambor y la corneta, pájaros voladores, etcétera.

Tan maravillosos autómatas permiten constatar en la obra de numerosos científicos e ingenieros de la antigüedad una tendencia multisecular a copiar o a modelar en cierto modo el comportamiento de los seres vivos. No podemos dejar de señalar que semejante tendencia también es propia de la actualidad.

En el siglo XX pudimos observar con interés cómo muchos fisiólogos, neurofisiólogos e ingenieros de diferentes países proyectaron y construyeron modelos electrónicos de ratones, tortugas, perros, zorros, y otros animales. Naturalmente, que esta repetición de la historia tiene lugar sobre una nueva base técnica y persigue objetivos algo distintos.

 

En el siglo XVII es, como ya hemos indicado, el comienzo de la verdadera historia de los componentes tanto fisiológicos como técnicos de la cibernética. En 1615, el médico inglés William Harvey descubrió el sistema de la circulación de la sangre. Mostró, expresándonos en la terminología actual, que la circulación de la sangre es un sistema autorregido, en el que el corazón desempeña el papel de centro rector. I. P. Pávlov dijo refiriéndose al descubrimiento de Harvey:

"...entre las profundas tinieblas y la actual confusión reinantes en las ideas sobre la actividad de los organismos animal y humano, pero iluminadas por la autoridad inviolable del legado científico clásico, el médico  William Harvey estudió una de las funciones más importantes del organismo --la circulación de la sangre-, estableciendo con ello el fundamento de un nuevo capítulo del saber humano: la fisiología animal.



wtorek, 2 listopada 2021

El tema de nuestro podcast será la continuación del tema: La fiesta de Día de Muertos en México. Obra maestra del patrimonio oral e intangible de la humanidad UNESCO.

Capítulo 2





 

Algunas fuentes, como las crónicas de De las Casas y Motolinía, describen al

Mictlán como un solo "infierno" conformado por nueve niveles o moradas, donde

se distribuían los que morían de muerte natural. Entre los antiguos mexicanos,

en efecto, no era la forma de vivir la que marcaba el destino de los hombres, sino su forma de morir. Las personas que morían de enfermedades iban a lo que

Sahagún identificaba como el infierno, un "lugar obscurísimo que no tiene luz

ni ventanas" y que constituía una morada permanente. Tanto los cautivos como

los que morían en las batallas se dirigían en cambio a un lugar celeste, cercano al

sol, donde as ánimas de los difuntos recibían las ofrendas de los vivos antes de

convertirse en aves que "andaban chupando todas las flores, así en el cielo como

en este mundo", según las describe Sahagún (1956 [1547]).

 

Además de la morada celeste y el inframundo se encontraba el Tlalocan o "paraíso

terrenal", hacia donde se encaminaban aquellos que fallecían ahogados o fulminados

por un rayo. Concebido como el lugar de la abundancia, donde sólo existía la

estación pluvial, Tlalocan era el destino de aquellos que habían sido elegidos por

Tláloc, el dios de la lluvia, cuyas representaciones aparecen generalmente vinculadas

a los cuatro postes de los confines del mundo y al árbol cósmico, ubicado en el

centro, que conectaba las fuerzas celestes con las del inframundo (López-Austin,

1994). Los niños que morían durante la lactancia estaban también vinculados a un

árbol mítico que crecía en el valle de Tonacacuaubtitlan y que se conocía como el

"árbol de nuestro sustento" o como el "árbol nutriente". El nombre derivaba de

los senos maternos que colgaban bajo sus ramas; destilante de leche, los niños de

tierna edad acudían a él para alimentarse mientras esperaban volver a nacer en el

seno de sus madres.

 

Algunos antropólogos estiman que la multiplicidad de celebraciones, ofrendas

y ceremonias mortuorias que se llevaban a cabo durante el año, no eran ajenas a

las distintas categorías de los difuntos. Teóricamente, había tantas celebraciones

de los muertos durante el año como formas identificadas de morir. De ahí que se

efectuaran celebraciones para aquellos que morían de causas naturales durante la

infancia o durante la guerra, o bien para los que fallecían por fenómenos climáticos

asociados con el agua. Las siete celebraciones de los muertos que se desarrollaban

a lo largo del ciclo ceremonial estaban, al parecer, relacionadas con las distintas for-

mas de muerte y con el desarrollo del ciclo agrícola, ya que los antiguos nahuas

comparaban metafóricamente la vida del ser humano con el ciclo del maíz. Así,

mientras el desarrollo de la mazorca era equivalente al ciclo vital de un individuo, las

fiestas del año marcaban las etapas del maíz tierno y de la maduración de la cosecha.

En los meses cercanos a la recolección, hacia finales de octubre y principios de

noviembre, se daba de beber a los pobres pinole diluido en agua y se acostumbraba

oler el aroma de la flor de cempoalxúchitl, conocida hoy en día como "flor de

muerto". El maíz, la flor y la abundancia serían los elementos que se integrarían

más tarde a la fiesta colonial de los muertos, pero sólo en la medida en que éstos

habían sido centrales en el antiguo ciclo ceremonial.

 

ADAPTACIONES COLONIALES AL MODELO PREHISPANICO

 

El proceso sincrético que siguió a la conquista española debe ser entendido

como la integración de aspectos selectivos que provenían de distintas tradiciones

históricas. La cultura religiosa que surge en México a partir del siglo XVI, se

elabora a la manera de un conjunto significativo que relaciona elementos de dos

culturas que habían permanecido hasta entonces distantes. Más que un préstamo

cultural, donde las adquisiciones aparecen bajo la forma de elementos agregados,

las representaciones indígenas reconocieron elementos que estaban ya presentes

allí donde debían estarlo, de tal manera que los materiales cristianos que se

incorporan durante el momento del contacto permiten complementar datos

latentes y perfeccionar esquemas incompletos.

 

DÍA DE MUERTOS EN EL MEXICO INDÍGENA

 

Para los antiguos nahuas, que poblaron una extensa área del actual territorio

mexicano, la muerte y la vida no eran los extremos de una línea recta, sino dos

puntos situados diametralmente en un círculo en movimiento. Esta concepción

cíclica de la vida y la muerte estaba ligada a una representación sumamente

elaborada del cosmos, el cual se dividía en dos esteras opuestas que se conectaban a

través del Tamoanchan, el árbol cósmico por el que fluían las fuerzas subterráneas

y las celestes. De acuerdo con Alfredo López-Austin, la organización dual del

cosmos se expresaba en la división que oponía a la estación seca de la temporada

pluvial, pero también en las cualidades frías y calientes que caracterizaban a los

alimentos y bebidas. La parte fría e inferior del cosmos se oponía a la parte luminosa

y superior, pero sólo en la medida en que ambas se complementaban como partes

simétricas de un mismo principio que regía las relaciones entre la vida y la muerte,

lo caliente y lo frío, la estación seca y la temporada pluvial.

 

Para la mayoría de los pueblos indígenas de México, el universo sigue siendo una

unidad dividida en dos partes opuestas y complementarias. Entre los otomíes, por

ejemplo, el cosmos se divide en dos mitades simétricas que distribuyen el mundo

de los humanos en la parte superior y el de los antepasados en la parte interior;

mientras los totonacos, estiman que el sol preside la parte seca y cálida del mundo

y san Juan, el santo católico protector, la parte húmeda y fría. En algunos casos,

como entre los nahuas de la Sierra Norte de Puebla, esta dicotomía se expresa

en la existencia de dos almas o entidades anímicas del hombre, una es luminosa

y caliente, mientras la otra es oscura y fría. La creencia en dos almas que tienen

destinos divergentes es también común entre los tzotziles de Chiapas, quienes

piensan que el ch'ulel' de un hombre recorre primero el mundo subterráneo para

dirigirse más tarde hacia Winajel, el lugar de los muertos que sigue la ruta del sol.

Entre los huicholes del occidente de México prevalece también la idea de un alma

viajera que recorre su existencia sobre el mundo reviviendo sus experiencias. El

trayecto purificatorio tiene como destino un xapa o gran árbol de cinco ramas

y cinco raíces, donde el alma se reúne con los antepasados para danzar y beber

antes de ser conducida ante la presencia del dios solar. 

 

Concebidas como un círculo en movimiento, las representaciones que los pueblos

indígenas de México formulan sobre el ciclo vital, establecen un vínculo muy

estrecho entre la muerte y la reproducción. De ahí que en muchas regiones indí-

genas del país se considere que la muerte inicia un proceso de purgación tras el

cual el alma está lista para otro nacimiento. En consecuencia, se estima que los

antepasados deben intervenir en los procesos biológicos, porque la vida no podría

ser creada a partir de la nada. Entre los otomíes, como observa Galinier (1990),

no sólo se conserva la creencia de que los huesos de los muertos proporcionan

fertilidad a la tierra, sino también que las nuevas generaciones provienen de

los huesos de los antepasados. Por esta razón se considera que la tierra de los

cementerios, los cadáveres y las osamentas regeneran los campos de cultivo. En

retribución, los muertos deben ser propiciados en las ceremonias de limpieza y

fertilidad de la tierra, pero también convocados durante las fiestas para que se

alimenten de las primeras cosechas.

 

 

El arte y la muerte 

También el arte se ocupa de este tema: teatro, danza, poesía, plástica y artes populares. La muerte y el duelo son tema obligado prácticamente para todos los escritores y poetas y así tenemos por ejemplo:

 

DOS CANCIONES INFANTILES

-Calavera, vete al monte

-No, señora, porque espanto.

-Pues ¿adónde quieres irte?

-Yo, señora, al camposanto.

 

Estaba la media muerte

sentada en un carrizal,

comiendo tortilla dura

pa'ver si podía engordar.

 

ROMANCE DEL ENAMORADO

YLA MUERTE

Un sueño soñé doncellas,

soñito del alma mía,

soñaba con mis amores

que en mis brazos los dormía.

Vi entrar señora muy blanca,

muy más que la nieve fría.

-¿Por dónde has entrado, amor,

por dónde has entrado, vida?,

las puertas están cerradas,

ventanas y celosías.

-No soy el amor amante,

soy la muerte, Dios me envía.

 

ALGUNAS FRASES CURIOSAS

Amaneció muerto

Ya descansó

Pinto mi calavera

Caigo cadáver

Enseñar el petate del muerto

Morir fuera de su hora.

 

REFRANES

El muerto y el arrimado,

a los tres días apestan.

El muerto y el ausente,

ya no son gente.

La muerte iguala.

Nadie se muere hasta

que Dios quiere.

Boda y mortaja, del cielo bajan.

 

ALGUNOS SINÓNIMOS

DEL VERBO MORIR

Colgar los tenis

Chupar faros

Doblar el petate

Enfriarse

Entregar el equipo

Estirar la pata

Felparse

Palmarse

Pasar a mejor vida

Pelar gallo o pelarse

Petatearse

Pirarse

Quedarse tieso

Torcerse

 

CALAVERAS DE CUPIDO

-Ámeme por compasión,

pedazo del alma mía.

-No me hable ya de pasión,

calavera corrompida.

José Guadalupe Posada

 

NOMBRES DE LA MUERTE

La Afanadora

La Amada Inmóvil

La Apestosa

La Bien Amada

La Blanca

La Cabezona

La Calaca

La Calavera

La Calva

La Canaca

La Canica

La Cargona

La Catrina

La Chicharrona

La Chifosca

La China

La China Hilaria

La Chingada

La Chinita

La Chirifosca

La Chiripa

La Chupona

La Cierta

La Comadre

La Copetona

Costal de Huesos

La Cruel

La Cuatacha

La Curamada

La Dama de la Guadaña

La Dama del Velo

La Descarnada

La Desdentada

La Dientona

Doña Huesos

Doña Osamenta