La fiesta del Día de Muertos en México: nivel B2/C2.
Obra maestra del patrimonio oral e intangible de la humanidad UNESCO.
El tema de nuestro podcast será acerca de La fiesta de Día de Muertos en México. Obra maestra del patrimonio oral e intangible de la humanidad UNESCO.
México, reconocido a nivel internacional como uno de los más importantes líderes
culturales de América -razón por la que 22 sitios (20 culturales y 2 naturales)
han sido inscritos en la Lista del Patrimonio Mundial, participa por vez primera
en el tema del patrimonio intangible, al poner a consideración de la UNESCO
la candidatura de una de las manifestaciones culturales más trascendentes
y significativas de los pueblos indígenas que habitan el país, y proponer su
reconocimiento como una obra maestra del patrimonio oral e intangible de la
humanidad: La festividad indígena dedicada a los muertos.
Para los pueblos indígenas de México localizados en la región centro-sur del país,
en efecto, el complejo de prácticas y tradiciones que prevalecen en sus comunidades
para celebrar a los muertos o antepasados, constituye una de las costumbres
más profundas y dinámicas que actualmente se realizan en dichas poblaciones, así
como uno de los hechos sociales más representativos y trascendentes de su vida
comunitaria.
En las regiones maya, nahua, zapoteca y mixteca, por ejemplo, dicha celebración
no sólo tiene relevancia en la vida ceremonial y festiva de los pueblos, sino que su
propia naturaleza la coloca como uno de los núcleos centrales tanto de la identidad
y la cosmovisión de cada grupo, como de su vida social comunitaria.
En el imaginario colectivo, las celebraciones anuales destinadas a los muertos
representan de igual manera un momento privilegiado de encuentro no sólo de
los hombres con sus antepasados, sino también de los integrantes de la propia
comunidad entre ellos. Por ejemplo en los vecindarios urbanos o en las localidades
más apartadas, durante varios días, suelen tener lugar diversos encuentros, ya sea de
carácter preparatorio o de índole ritual, que propician numerosas interacciones
de grupos, de familias o de comunidades enteras entre sí y con sus muertos. En
tal sentido, dichos espacios temporales constituyen un momento del año en que
esta integración se logra y permite reunir, de facto, a las comunidades reales e
imaginadas -las de los muertos-- de vastas regiones del país.
Los estudios históricos y antropológicos han permitido constatar que las celebraciones dedicadas a los muertos, no sólo comparten en México una profundidad histórica que pone de manifiesto su inveterada tradición secular, sino también su diversidad contemporánea de manifestaciones, en razón de la pluralidad étnica y cultural sobre la que se sustenta el país.
Esa diversidad de prácticas y creencias descubre un amplio horizonte de concepciones que se ha enriquecido a lo largo de los siglos, tanto con las aportaciones de más de 60 grupos indígenas que tienen y han tenido presencia ininterrumpida en casi todas las regiones de la nación, como con aquellas aportaciones provenientes de las culturas africanas, asiáticas y europeas, y que han dejado su impronta en México.
Es necesario recordar aquí que, mientras en la región huasteca los nahuas reciben a
sus muertos en medio de expresiones festivas casi de carácter carnavalesco, entre
los chontales de Tabasco, los muertos permanecen un mes en las comunidades
participando de los ritos domésticos de manera intimista y familiar, lo que pone
frente a nosotros la solemne actitud que la cultura maya de las tierras bajas ha
mantenido para recordar a sus antepasados.
Desde otro ángulo, vale la pena señalar aquí que el complejo cultural en torno a
los muertos ha materializado, en los diferentes ámbitos culturales de la República
Mexicana, una arquitectura simbólica y ritual que se expresa en infinidad de mani-
festaciones plásticas, muchas de ellas de carácter efímero", como los esplendoro-
sos arcos de cempoalxúchitl (flor simbólica de la celebración) y las representaciones
cosmogónicas implícitas en el arreglo y la lógica de las ofrendas, en la culinaria
ceremonial, en la organización de los espacios rituales, así como en la danza, la
música y el canto.
A partir de los elementos antes señalados, constituye uno de los ejemplos más relevantes del patrimonio vivo de la nación, así como una de las expresiones culturales más antiguas y de mayor plenitud de los grupos indígenas que hoy habitan el territorio mexicano.
El ayuno y la penitencia, la confesión y el sacerdocio, así como las fiestas religiosas
y la diócesis compleja de seres sobrenaturales, son sin duda algunos de los
elementos análogos que promovieron la sustitución de las formas originales. Pero,
sobre todo, fue el apego a un calendario para observar los aspectos del ciclo ritual,
el esquema que permitió organizar las similitudes y las diferencias entre ambos.
En el momento de la conquista política y espiritual de México, el tiempo europeo
se regía por las 24 horas romanas y las 7 horas canónicas. Sin embargo, mientras
en el campo el movimiento solar continuaba siendo el vehículo privilegiado para
medir el tiempo, en los monasterios se empleaban con mayor frecuencia los
nombres de los distintos santos y las fiestas de la historia de Cristo para determinar
las diferentes fechas del año. Esta práctica, que se prolongó y difundió durante los
procesos de evangelización, encontró una correspondencia análoga en el orden
de los calendarios mesoamericanos, donde cada mes estaba presidido por una
festividad titular. A diferencia de la tradición europea, sin embargo, los pueblos
mesoamericanos disponían de dos calendarios paralelos: uno de 260 días, llamado
tonalamatl y organizado en 13 periodos de 20 días, y otro de 360 jornadas que se
dividía en 18 meses de 20 días, con 5 días adicionales y nefastos. Entre los mexicas
del altiplano central, el décimo mes de este último calendario estaba dedicado a
una fiesta solemne, llamada Miccaybuitl o Huaubquilta-maqualiztli, que algunos
cronistas de la época tradujeron como "La fiesta grande de los muertos", en virtud
de que se colocaban ofrendas alimenticias sobre "las sepulturas de los muertos"
y se "sacrificaba un gran número de hombres", según los testimonios de fray
Bernardino de Sahagún y fray Diego Durán. El códice Telleriano-Remensis
menciona a su vez que durante el mes de Xocotl Huetzi, hacia finales de agosto,
"hacían ofrendas a los muertos, poniéndoles comida y bebida sobre sus sepulturas,
lo cual hacían por espacio de cuatro años".
De los 18 meses disponibles, los antiguos mexicanos dedicaban a los muertos siete
festividades mensuales de distinta magnitud y solemnidad, una de las cuales coincidía
con las fechas de celebración de Todos Santos y Fieles Difuntos. Las crónicas de
Durán en efecto dejan entrever que el mes de Quecholli, cuyo periodo se extendía
entre el 20 de octubre y el 8 de noviembre, albergaba la segunda ceremonia más
importante para los difuntos y prolongaba los rituales de "La fiesta grande de los
muertos". Las mismas crónicas muestran, sin embargo, que ambas festividades eran
tan sólo una parte de un ciclo ceremonial más amplio, destinado a ofrendar a los
muertos, que iniciaba a finales de abril con el mes de Toxcatl y culminaba a principios
de febrero durante el mes de lzcalli. Las ceremonias para los muertos que se llevaban
a cabo durante la veintena inicial estaban asociadas con la fiesta de Tezcatlipoca y
Huitzilopochtli, pero el tema principal del mes parece haber sido la precipitación de
la temporada pluvial, y por lo tanto las celebraciones concernían a la propiciación
de los dioses del agua, la lluvia y el ciclo agrícola en general. La culminación de la
temporada pluvial coincidía en cambio con las ceremonias del mes de Quecholli,
cercano a Todos Santos y Fieles Difuntos, cuando se "hacían unas saetas pequeñas
a honra de los difuntos y poníanles sobre las sepulturas" (Durán, 1967).
Conformadas generalmente por tamales, flores e incienso, las ofrendas que se
destinaban a los difuntos se prolongaban a lo largo de cuatro años consecutivos,
cuando el alma o la esencia de los muertos arribaba a su destino final. Dado que
la vida del hombre era posible gracias a la alimentación y la reproducción sexual,
el individuo quedaba en deuda con la tierra que le proveía la subsistencia y, por lo
tanto, tenía que pasar por un penoso viaje de cuatro años hasta llegar al Mictlán o
"lugar de los muertos". Existía la creencia de que, durante ese viaje, el muerto debía
atravesar diferentes espacios, tales como volcanes y páramos, donde el viento era tan
frío que cortaba como una navaja. Para cada uno de estos lugares, los ancianos y los
oficiantes colocaban en la mortaja diferentes papeles cortados que el difunto debía
presentar al llegar a su destino. Además se acostumbraba quemar las vestimentas,
las armas y los despojos de los cautivos, pues "decían que estas cosas iban con aquel
difunto" para proporcionarle calor cuando atravesara por donde soplaba el viento
frío (López-Austin, 1994). Al término de cuatro años, los muertos arribaban a la
ribera de un río ancho y profundo que se conocía con el nombre de Chiconaumictlán,
donde un perro de pelo bermejo pasaba sobre sus hombros a los difuntos.
Algunas fuentes, como las crónicas de De las Casas y Motolinía, describen al
Mictlán como un solo "infierno" conformado por nueve niveles o moradas, donde
se distribuían los que morían de muerte natural. Entre los antiguos mexicanos,
en efecto, no era la forma de vivir la que marcaba el destino de los hombres.
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